También, en algunas ocasiones, ciertamente las menos, alguien salta a la palestra de los medios para hablar de la importancia que ha tenido en su vida la labor docente de aquel maestro o de aquella maestra de su infancia.
Es el caso del escritor Antonio Muñoz Molina. Cuando se le presenta la ocasión habla con verdadera admiración y afecto de su maestro Luis Molina Jiménez a quien dedicó su conocido libro "La Córdoba de los Omeyas". Luis es socio de La Tribu Educa y desde aquí queremos trasladarle nuestra felicitación por el artículo aparecido recientemente en el El País.
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EL PAIS SEMANAL
DOMINGO
03 de ABRILDE 2016
Antonio Muñoz Molina
QUERIDO LUIS
El
maestro aseguró al padre hortelano que su hijo de 11 años “valía
para estudiar”. Y su vida cambiaría para siempre. Con esta misiva
del escritor jienense arranca este espacio para la correspondencia de
autor en el siglo XXI.
EMILY
Dickinson dice en una carta que de nuestras mejores acciones no
llegamos a enterarnos. Afortunadamente tú y yo volvimos a vernos 20
años después de que yo dejara la escuela en la que había sido
alumno tuyo, y tuve la oportunidad de recordarte y agradecerte algo
que hiciste por mí, y que podías haber olvidado. Volvimos a vernos
cuando yo acababa de publicar mi primera novela. En ella hay una
escena que tenía mucho que ver contigo. En torno a 1910, el padre
del protagonista, un hortelano, va a la escuela para avisarle al
maestro de que su hijo ya no volverá más. El niño ya tiene 11 o 12
años, y a esa edad ya hace falta que se ponga a trabajar junto a su
padre en el campo. El maestro le pide que no lo haga, al menos
todavía, que lo deje seguir estudiando. El padre accede, quizás más
por falta de carácter ante la autoridad que por convicción, y eso
hace que la vida de su hijo cambie de dirección para siempre.
Cuando
leíste esa escena en la novela te acordaste de la visita de mi padre
a tu escuela, en la Sagrada Familia de Úbeda. Mi padre fue a decirte
que yo iba a dejarla para ponerme a trabajar a su lado en la huerta.
Era lo normal en esa época: los hijos de los trabajadores se
buscaban un oficio o se ponían a ayudar a sus padres en cuanto
llegaban a los 11 o 12 años. Mi padre había comprado con mucho
esfuerzo y mucha ilusión aquella huerta que era su vida, y que podía
ser también la mía cuando yo fuera haciéndome mayor. Era una
huerta con buena tierra y mucha agua, y cada día sacábamos de ella
una gran carga de hortaliza que luego mi padre vendía en el mercado.
Teníamos un cobertizo con un par de vacas, unos cuantos cerdos, una
yegua. Mi padre había conocido de niño el hambre de la posguerra:
la huerta era para él una garantía de que si trabajábamos mucho no
nos faltaría de nada.
Tú
le aseguraste a mi padre que yo “valía para estudiar”, y que
podría conseguir becas. Él te hizo caso. Te prometió que al menos
me dejaría estudiar unos años, a ver qué pasaba. Y así cambió mi
vida. Estaban empezando a cambiar poco a poco los tiempos en España,
de una manera confusa y gradual, síntomas de lo que iba a estallar
colectivamente después del fin de la dictadura. Pero cada vida es
única, y está gobernada por azares irrepetibles. Si yo no dejé la
escuela a los 11 años fue gracias a ti, y al respeto que te tenía
mi padre. El mundo en el que vivimos ahora no tiene nada que ver con
el de entonces, como si nos separaran de él no décadas, sino
siglos. Es fácil mirar o imaginar el pasado con un sentimentalismo
que encubre la condescendencia, quizás con el exotismo de lo
pintoresco. Pero tú sabes mejor que yo lo que significaba una
escuela en la que los hijos de los trabajadores éramos tratados
exactamente igual que los demás, y en la que a pesar de los pesares
–los himnos patrióticos, la misa, el rosario– gente como tú se
las arreglaba para contagiarnos el amor por el conocimiento y la
lectura.
El
tiempo se va tan rápido que no conviene postergar nunca los
agradecimientos. El mío hacia ti me durará mientras viva.
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